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Utopía Socialista: ¿Proyecto Realizable O Sueño Inaccesible?

El término utopía encuentra su origen en una novela de Tomás Moro, un lejano precursor inglés del socialismo. Esa obra, publicada en el año 1518, fue escrita en reacción a la miseria que reinaba en los grandes centros urbanos de Inglaterra entre los campesinos echados de sus tierras por el desarrollo de la gran propiedad agrícola y por los progresos de la naciente industria textil. Describe detalladamente la vida en una isla imaginaria e “idílica” (pero con una organización estrictamente jerarquizada, apoyada en la explotación de los esclavos para las tareas más ingratas) que ignora la existencia de la propiedad privada.

En el transcurso de los siglos que siguieron, numerosos autores se ejercitaron en imaginar “mundos mejores” entre los que Anton Francesco Doni (Mundo cuerdo, mundo loco, 1552), Tommasso Campanella (La Ciudad del Sol, 1602), Francis Beacon (La Nueva Atlántida, 1623), James Harrington (La República de Oceana, 1656), Dyonisius de Vairas d’Alais (Historia de los Sevarambos,1677), Morelly (Náufrago de las islas flotantes o Basiliada del célebre Pilpai, 1753), Etienne Cabet (Viaje y aventuras de Lord Carisdall en Icaria, 1840), Edward Bellamy (Cien años más tarde o el año 2000, 1888), William Morris (Noticias de ninguna parte, 1891), Anatole France (La sociedad comunista) no son más que algunos entre tantos otros.

A principios del siglo XIX, algunos pensadores (los franceses Claude-Henri de Saint-Simon [1760-1825], François-Marie-Charles Fourier [1772-1837] y Étienne Cabet [1788-1856], los ingleses William Godwin [1756-1836] y Robert Owen [1771-1859], el alemán Wilhelm Weitling [1808-1871] que, si bien emitían una crítica generalmente acertada del orden social de su tiempo y eran conscientes de que la felicidad de los hombres no se podía alcanzar en una sociedad en la que imperaba una implacable lucha de competencia, fueron llamados posteriormente socialistas utópicos por ser partidarios de la colaboración de clases, pues, por una parte, “no concedían a la lucha de clases sino una importancia secundaria, o, más bien, no creían en ella. Se daban perfectamente cuenta de que varias categorías sociales estaban en presencia – el Babuvismo lo había proclamado en términos precisos – pero no se imaginaban que el proletariado y la burguesía debieran ser, necesariamente, fuerzas antagónicas. Suponían, por el contrario, que estas fuerzas podrían unirse para barrer con los nuevos privilegios o con lo que quedaba de los antiguos, y para preparar una sociedad de fraternidad y de justicia.” (Paul Louis, Ideas esenciales del Socialismo, Editorial Luz, Santiago de Chile, 1933, p. 31), y, por otra parte, creían que esa “sociedad de fraternidad y de justicia” se podría alcanzar propagando la “verdad” entre todos los hombres, y haciendo un llamado a la generosidad de ricos filántropos para establecer colonias-modelos organizadas según las reglas “harmónicas” que ellos propugnaban.

Desde luego, varios intentos de colonias “comunistas”, de islas de socialismo en el mar del capitalismo, fueron llevados a cabo a lo largo del siglo XIX en Europa, pero sobre todo en América del Norte, aunque también se realizaron algunas experiencias en América del Sur. Los propios Cabet, Owen y Weitling establecieron colonias en Estados Unidos… pero, tarde o temprano, todos fracasaron, pues, por una parte, decidieron mantenerse tercamente fieles a sus proyectos originales, fomentando peleas sobre los más nimios detalles, y por otra parte, la “experiencia demuestra que allí donde los socialistas han fundado colonias comunistas basadas sobre la producción de los artesanos y de los labradores, la necesidad irresistible de llegar a la propiedad privada de los medios de producción prevalecía, tarde ó temprano, sobre el entusiasmo socialista que había creado la colonia, cuando influencias externas no contribuían á estrechar los lazos de la asociación comunista, por ejemplo, la vida de los colonos en medio de un pueblo hostil, de lengua y religión diferentes.” (Carlos Kautsky, La doctrina socialista (Respuesta a la crítica de Ed. Bernstein), Editorial Librería de Francisco Beltrán, Madrid, 1910, p. 113).

Hoy en día, se considera generalmente que una utopía es un sueño ilusorio que no toma en cuenta las presiones de la realidad. Para los que se niegan a ver más allá de sus narices, o para los que tienen un interés en la conservación del orden social actual, cualquier proyecto, susceptible de cuestionar la posición social, los privilegios y los intereses económicos de la minoría capitalista, sólo puede ser obra de soñadores, simpáticos en el mejor de los casos o peligrosos en el peor. No cabe duda de que es así cómo fueron considerados los que, antes de la toma de la Bastilla o del derrocamiento del último zar, querían acabar con la servidumbre, los privilegios feudales y la influencia de la religión, o los que, antes de la caída del Muro de Berlín, soñaban con suprimir el gulag y la dictadura del partido único. El “peligroso” Tomás Moro, recordémoslo, fue decapitado en 1535 por Enrique VIII.

Los socialistas son de esa clase de utopistas. Conscientes de que, en todo deseo de cambio, hay una parte de utopía, y convencidos de que el capitalismo no tiene por qué ser más “eterno” que el feudalismo o que las sociedades esclavistas antiguas, su utopía es el motor de su actividad, como fue el de los revolucionarios burgueses del siglo XVIII. Es la cristalización de su sueño en un futuro mejor que, así lo esperan, algún día se convertirá en realidad.

Pero, para que un día ese sueño se realice, para que el capitalismo deje de ser considerado como “el fin de la historia” y que el socialismo pierda su carácter utópico, dos condiciones son necesarias: 1° un desarrollo suficiente de las fuerzas de producción, que permita, en el momento del advenimiento de la nueva sociedad, no la repartición de la miseria sino la satisfacción de las necesidades de la población; 2° una clase social mayoritaria, consciente de su interés, enterada de su situación de subordinación a los intereses económicos y a las imposiciones de una minoría poseedora y deseosa de acabar con ellas.

Evidentemente, la primera de esas condiciones está ya realizada. Los progresos gigantescos realizados por el capitalismo mismo, el uso de máquinas cada vez más eficientes, la “revolución” informática, etc. son algunas de tantas pruebas de que los medios están ahí para erradicar los problemas que, hace algunas décadas apenas, nos parecían aún insuperables. Así, el hambre en el tercer mundo o la escasez de viviendas en los países ricos, por ejemplo, no son las consecuencias de cualquier atraso técnico o el efecto de un supuesto excedente de población, sino la de la lógica del provecho, inherente al sistema capitalista. Los informes anuales de la Organización para la alimentación y la agricultura (OAA/FAO) de las Naciones Unidas nos recuerdan con regularidad que la producción alimenticia mundial actual es ya de sobras suficiente para satisfacer la demanda mundial. En realidad, el hambre es la consecuencia de la pobreza: millones de personas mueren de hambre cada año porque no tienen los medios de comprar una comida que, por otra parte, es destruida en los países ricos para mantener la tasa de beneficio de las empresas productoras.

Lo que impide la realización del socialismo es simplemente el hecho de que la segunda condición está sólo parcialmente cumplida. Los asalariados y sus familias forman bien la inmensa mayoría de la población. Son efectivamente ellos los que llevan a cabo todas las tareas necesarias al buen funcionamiento de la sociedad, fabricando, reparando, administrando, transportando y distribuyendo todos los bienes y servicios que necesitamos. Pero, permanentemente acondicionados desde su más tierna edad por la escuela, los medios de comunicación de masa, la familia, etc., viven con la idea que le mundo actual es “natural” y “perenne”.

Sin embargo, el día en que los trabajadores asalariados tomen conciencia de sus intereses comunes y de las posibilidades que se ofrecen a ellos si pusieran término a las divisiones artificiales y a la atomización que los debilitan (y fortalecen a sus amos), el día que comprendan la necesidad de abolir un sistema – el capitalismo – que, por definición, sólo puede funcionar en beneficio de los capitalistas, ese sistema perderá su carácter “eterno” y el socialismo su aspecto utópico.

A pesar del sinfín de problemas creados por el capitalismo, ese día aún no ha llegado. Pero el fracaso de todas las reformas intentadas para “humanizar” este sistema nos induce a pensar que el utopista no es el que, conciente de ese fracaso, desea instaurar un tipo de sociedad que aún no existe (el capitalismo, después de todo, no siempre ha existido), sino el que sueña con reformar, en el interés general, un sistema que, por su organización misma (apropiación por la minoría capitalista de los medios de existencia de la sociedad, producción de las riquezas sociales en el provecho exclusivo de esa minoría poseedora, defensa de esa propiedad por la ley y la fuerza del Estado), sólo puede funcionar en el interés de esa minoría.

El despotismo empresarial, el desempleo para unos, la precariedad y el chantaje al paro para otros, el estrés y la inseguridad en los países ricos, las guerras y el hambre en los demás no son males que se puedan resolver escogiendo a los dirigentes políticos “apropiados” o votando la ley “adecuada”. No hay gobiernos o leyes capaces de acabar con el paro, la pobreza, la desigualdad, la delincuencia, el hambre o la guerra, pues estos problemas existen desde que el capitalismo existe y nunca han encontrado solución, son males inherentes a este sistema.

Los socialistas parten de la observación de las taras de la sociedad actual, del análisis de sus características y de las causas de sus disfunciones para, conscientes de la imposibilidad práctica de terminar con ellos en el marco del sistema capitalista, proponer otro tipo de organización económica y social. Ese proyecto de sociedad no es una utopía en el sentido de que sería un modelo preconcebido o un puzzle en el que cada pieza tendría un lugar predeterminado. Esto sería contrario a la naturaleza democrática del socialismo. Ese proyecto es una utopía en la medida en que jamás ha existido (tanto como la democracia lo fue para los revolucionarios burgueses del siglo XVIII), pero es una utopía que deseamos establecer a partir de las posibilidades que nos ofrece la sociedad actual. Es un sueño que una minoría, por interés, y una mayoría, por ignorancia, nos impiden realizar… pero que un día, porque obramos contra esa ignorancia, pero sobre todo, porque esa utopía es la única solución a los problemas de la sociedad actual, todos juntos instauraremos.