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Capítulo 2 – Los hechos de la vida

Los genes son siempre noticia en estos días. Si no es la modificación genética de las siembras, es el proyecto genoma humano. Si no se trata de los genes egoístas, se trata del gene de la homosexualidad. No fue siempre así. Los científicos saben desde hace mucho que existen las unidades de la herencia biológica a las que llaman “genes”, pero hasta hace relativamente no descubrieron que dichos genes se componen de las moléculas llamadas “ácidos desoxirribonucleicos”, o abreviadamente, ADN.

Estos avances de la biología y la genética han tenido dos consecuencias, una negativa y otra positiva. La negativa ha sido el renacimiento de las teorías del determinismo biológico, o idea de que las pautas del comportamiento humano son más o menos fijas y gobernadas por nuestra constitución biológica. Las personas que no desean cambiar la sociedad para hacerla mejor han argumentado desde tiempo atrás que no se puede lograr esto de ninguna manera pues va contra la “naturaleza humana”. En el pasado no dispusieron de ninguna teoría plausible en la cual basar su pretensión, sólo la doctrina cristiana del “pecado original” y la manera como la gente tendía a comportarse. Ahora pueden expresar su prejuicio en una forma pseudo científica proclamando que las diversas formas de comportamiento humano que, según ellos, son inmutables lo son porque están regidas por nuestros genes.

La consecuencia positiva es que la genética ha confirmado, más allá de cualquier sombra de duda, que todos los seres humanos tienen un origen común. Esto era obvio, pues ya Darwin, por ejemplo, lo había puesto de manifiesto con base en otros rasgos compartidos por todas las formas de vida, pero ahora se sabe que el código genético de toda la vida—bacterias y plantas lo mismo que animales—está expresado en el mismo código de ADN. A menudo se cita que los humanos comparten 98.4 por ciento de sus genes con los chimpancés, pero sólo el 35 por ciento con los narcisos.

La teoría darwiniana de la evolución de las diferentes especies de formas de vida fue que habían pasado por el proceso que llamó de “selección natural”. Los humanos han creado diferentes variedades de plantas y razas de animales domesticados por la siembra o el cruce selectivos de plantas o animales poseedores de las características que deseaban y sólo propagaron o cruzaron entre sí a vástagos de unas y otros. Así descubrieron que el procedimiento de “selección artificial” funcionaba lo largo de las generaciones y daba lugar a nuevas variedades de plantas y razas de animales. Darwin razonó que procesos naturales habían creado la gran variedad de las formas de vida por una selección semejante, sólo que no planeada ni intencional, igual que habían cambiado con el tiempo los medios en que las diferentes formas de vida tuvieron que existir.

Darwin se dio cuenta de que para que la selección natural hubiera operado eran indispensables dos condiciones. La primera, abundancia de tiempo, y la segunda, que los individuos de las primeras especies de organismos no fueran exactamente iguales entre sí sino que existieran entre ellos leves variaciones. Y actuando sobre estas leves variaciones durante generaciones y generaciones fue como del proceso de selección natural resultaron nuevas especies.

En principio no hubo problema alguno con el factor tiempo. Pero en la época en que Darwin estaba escribiendo—El origen de las especies fue publicado por primera vez en 1859—los geólogos ya habían demostrado que la Tierra tenía una edad de más de los 6000 años calculados por el obispo Ussher en el siglo XVII, fundándose en la interpretación literal de la biblia.

Pero cuando tuvo que abordar el problema de lo que causaba las variaciones dentro de las especies y cómo éstas las heredaban Darwin no encontró cómo explicarlo. Sólo pudo observar estos hechos, cuya razón aún no se descubría. Una teoría, asociada con el nombre de Lamarck, fue la de que las características adquiridas se podían heredar; por consiguiente, si el medio externo producía alguna variación en un organismo ésta pasaría a las siguientes generaciones. Aunque Darwin no descartó la idea por completo sí se dio cuenta de que esa no podía ser la regla general. Los criadores de perros, por ejemplo, sabían que, aunque les cortaran a los canes la cola una generación tras otra, los animales seguirían naciendo con colas. Era claro que estaba en juego otro elemento, aunque él no supiera cuál.

Sin saberlo Darwin, casi al mismo tiempo que hacía sus investigaciones, un monje austríaco, Gregor Mendel, estaba realizando experimentos de los que resultaría el fundamento para la respuesta que Darwin necesitaba. Los experimentos de Mendel fueron con chícharos y sobre la manera como varias características, como el color de sus flores, eran heredadas de una generación a otra. Cuando la obra de Mendel fue redescubierta y analizada al principio del siglo pasado, se evidenció que éste había hecho un importante descubrimiento sobre la herencia: que las características heredadas por un organismo estaban dirigidas por distintas unidades biológicas para las cuales se acuñaron varios nombres “cromosoma”, “germoplasma” y “gen”.

Se discutió si esos elementos eran trasmitidos por medio de la sangre (que había sido la suposición común). Al final, gracias a los avances en el estudio de células vivas, se estableció que la herencia no tenía nada que ver con la sangre. Cuando evolucionó una terminología de aceptación general, se estableció la teoría de que las características heredadas estaban regidas por “genes” que eran parte de los “cromosomas” y que éstos se hallaban en el núcleo de las células. Al principio, la existencia de los genes no pasó de ser una teoría pero luego fue confirmada por investigaciones posteriores.

La existencia de los genes sirvió para explicar cómo se producían las variaciones que eran esenciales para que Darwin formulara su teoría de la selección natural. Normalmente, los genes se heredan sin cambios pero ocasionalmente, como el ADN es una combinación química, aquéllos pueden ser afectados por la radiación u otras sustancias químicas; y entonces se forma un nuevo gen. Si el organismo que hereda el nuevo gen sobrevive y tiene vástagos dicho gen entrará en el repertorio genético de la especie y podrá actuar sobre él la selección natural o la artificial.

Ahora tenemos, pues, un cuadro bastante completo del origen de las especies: todas las diferentes formas de vida que existen o han existido aparecieron mediante el proceso de selección natural que opera sobre genes, que son las unidades de características heredables. Este mecanismo se halla actualmente tan bien establecido que es tan irrefutable como que la Tierra es esférica y no plana.

Esto no significa que todo esté resuelto sino que no tiene caso tratar de impugnar el principio de que los genes gobiernan la anatomía física de un organismo; la estructura básica y la forma en que es mantenida es heredada aun cuando el modo exacto varíe según el medio. Por ejemplo, si una planta consigue más de lo que necesita para crecer alcanzará mayor tamaño, siempre y cuando se mantengan iguales los demás factores, que otra de su especie que consiga menos.

Los genes gobiernan la manera como un organismo es capaz de reaccionar a los estímulos que recibe de su medio. Esta reacción no es siempre automática, como el reflejo de estirar la pierna al recibir un golpecito abajo de la rodilla. Es así en las plantas, los insectos y las bacterias y parte de la conducta de todos los animales. Sin embargo, los animales que tienen un sistema nervioso más desarrollado que incluye un cerebro tienen la capacidad de reaccionar—comportarse—considerando sus experiencias vividas. No puede decirse que tal comportamiento sea gobernado por sus genes; lo que en tales casos es gobernado por un gen es su capacidad de reaccionar con base en la experiencia, no la reacción misma.

El grado en que una especie dada presenta comportamientos no regidos por sus genes depende del nivel de desarrollo de su sistema nervioso y su cerebro. Cuanto menos desarrollados estén, tanto menor serán las posibilidades que los organismos de la especie de que se trate tengan de presentar comportamientos no gobernados por sus genes. En la mayoría de las especies esto se halla bastante limitado y la mayor parte de su comportamiento es “instintivo”, como se le llama a la conducta regulada por los genes. Cuanto más desarrollado esté el cerebro—cuanto más espacio tenga para almacenar y recuperar experiencias en forma de recuerdos—, tanto mayor será la extensión de su comportamiento no gobernado por genes, es decir, su comportamiento “adquirido”.

De todos los animales, los humanos son los poseedores de los cerebros más desarrollados, lo que significa que tenemos mayor capacidad—de hecho una capacidad muchísimo mayor—para el comportamiento adquirido que cualquier otro animal, lo que a su vez significa que el comportamiento humano, como la reacción de los miembros de nuestra especie a los medios en que se desenvuelven, tiene muchas más facetas y flexibilidad que todos los demás animales. Esta capacidad de los humanos para adaptar su comportamiento al medio en que viven—capacidad heredada biológicamente—es lo que nos distingue como especie animal y debe ser una característica clave para cualquier definición correcta del término “naturaleza humana”.

Que los miembros de nuestra especie sean capaces de adaptarse a medios diferentes en realidad sí tiene base biológica, en nuestros cerebros que evolucionaron biológicamente y heredamos. Lo que los genes determinan en los humanos son las características físicas y heredadas de sus cerebros, pero no el comportamiento real ni las pautas de comportamiento en que estos cerebros nos permiten ocuparnos y lo que efectivamente realizamos. En otras palabras: la naturaleza es una cosa; el comportamiento humano, otra.