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La cooperación adquiere sentido

¿Es usted un embaucador? ¿Es usted tramposo? ¿Es usted rencoroso? Para el biólogo Richard Dawkins, autor de The Selfish Gene [El gene egoísta] (1978), tales preguntas dan en el blanco de un tema de gran importancia: ¿cuál es la estrategia conductual más eficaz para asegurar la supervivencia desde el punto de vista evolutivo?

Por el título de su libro, parece ser que, para Dawkins, ya de antemano era válida la conclusión de que la selección natural tendería a favorecer, por encima de todo, el comportamiento abusivo y despiadadamente competitivo. Como él mismo lo dijo:

La visión del gen egoísta se infiere de los supuestos aceptados del neodarwinismo. Es fácil de mal interpretar pero, en cuanto se le entiende, es difícil dudar de su verdad fundamental. La mayoría de los organismos que han vivido no lograron convertirse en ancestros de otros. Nosotros los que existimos somos, sin excepción, descendientes de esa minoría dentro de la cual cada generación logró convertirse en antecesora de la siguiente. Como todos los animales, nosotros heredamos genes de nuestros ancestros, pues no podríamos heredarlos de los que no lograron convertirse en tales. Tendemos, por tanto, a poseer las cualidades que los hicieron tener éxito en convertirse en ancestros y no las cualidades de los que fracasaron en tal proceso. Las cualidades de los que lo lograron son, por ejemplo, la ligereza al correr, la agudeza visual, la perfección de su camuflaje, y—parece que no hay modo de escapar de éste—el egoísmo inmisericorde. Los tipos simpáticos no llegaron a ser ancestros nuestros. Por eso los organismos vivientes no heredan las cualidades de los tipos sociables (The Listener, 17 de abril de 1986).

Sin embargo, Dawkins recurre a lo que sea para disociarse de las consecuencias más bien pesimistas de su punto de vista para la sociedad. Es interesante notar que en el programa de televisión Horizon (en el cual se basa el artículo citado) llamado “Los tipos simpáticos terminan primero” él relató cómo, después de la publicación de su libro, fue halagado por personas de la extrema derecha, que vieron en su libro una apología a su creencia en un sistema de competencia desalmada. Y, a la inversa, fue atacado por la izquierda, y uno de sus críticos llegó al extremo de sugerir que el efecto de El gene egoísta fue en parte culpable de la elección posterior de Margaret Thatcher como primera ministra del Reino Unido.

Pero Dawkins insiste en que ambos lado mal interpretan su argumento. Paradójicamente, la búsqueda del interés propio no es necesariamente incompatible con ser “amable”—o sea, “cooperativo”. Tal es la razón de que sea referido en los círculos socio biológico como “altruismo recíproco”. Como el altruismo implica el sacrificio genuino de los intereses propios, es difícil ver cómo esto concordaría con la idea trasmitida por el término “altruismo recíproco”, que si tú me rascas la espalda yo rascaré la tuya y como resultado ambos saldremos beneficiados. Sería más exacto llamarle a este fenómeno “interés propio ilustrado” pues no interviene aquí el “sacrificio”.

Sin embargo, para demostrar cómo podría transcurrir el proceso que sugiere, Dawkins remite a la teoría de juegos—en particular al juego llamado “Dilema del prisionero”:

In la versión más simple de este juego, dos jugadores tienen que escoger, cada cual por su parte, entre dos opciones: Cooperar o Desertar (de aquí en adelante C y D). A diferencia del ajedrez o el ping-pong, los jugadores no juegan alternada sino simultáneamente, cada uno de ellos sin saber la jugada del otro. Si usted y yo jugamos C obtenemos más (digamos $3), que si ambos jugamos D (digamos $2). Si uno de nosotros juega C y al mismo tiempo el otro juega D, este último obtiene la puntuación más alta posible (digamos $4) y el que juega C obtiene la paga del bobo (digamos $1). Así, desde mi punto de vista, el mejor resultado es que yo juegue D y usted juegue C. Pero si yo calculo esto, y consiguientemente juego D, para usted será igualmente posible hacer el mismo cálculo y jugar D. En este caso los dos obtenemos sólo el pago bajo. Con sólo que ambos jugáramos C, los dos ganaríamos el pago relativamente alto de $3. Pero, pero si yo calculo esto y juego C a usted aún puede irle mejor jugando D. Por tanto, el jugador racional siempre jugará D y siempre obtendrán el pago bajo de $2. Pero—y aquí está la paradoja y el desquiciante dilema—cada jugador racional sabe simultáneamente que, si sólo él y su oponente pudieran arreglárselas de algún modo para hacer un contrato obligatorio de jugar C, a ambos les iría mejor (Ibíd.).

Aquí Dawkins da un ejemplo del modo como esta situación podría presentarse en la vida real. Tómese un grupo de amigos a los cuales les guste comer en restaurante y divídase por partes iguales entre ellos el costo de la comida. Siempre existirá en alguno de ellos la tentación de ordenar algo más que los otros, sabiendo que el costo extra será compartido por todos. A la inversa, cualquiera de ellos se dará cuenta de que si él no ordena tanto como los demás estará subsidiando a sus amigos. Por tanto, habrá en cada uno de ellos una tendencia interiorizada a ordenar tanto como se atrevan los demás

Lo peor que puede ocurrir en tal situación es que alguno de ellos se beneficiará a expensas de los demás y quizá como consecuencia los demás se enemisten con él. Sea como sea, habrá tanto ganadores como perdedores. Pero es posible imaginar una situación—incluso sacando ejemplos de la vida real como la destrucción de la industria del arenque por la pesca desmesurada en la primera parte de este siglo—en que esta misma lógica de la competencia puede dar por resultado que todos pierdan.

En tal situación, nadie trata de que como consecuencia de que cada uno ellos compita contra todos los demás todos acaben perdiendo. Están obligados, sin embargo, y aun con pleno conocimiento del destino que les aguarda, a continuar con las acciones mismas que harán realidad ese destino.

Esta situación la describió el biólogo norteamericano Garrett Hardin como “The Tragedy of the Commons” [La tragedia de los pastos comunales] (Science vol 162, 13 de diciembre de 1968). Según él:

La tragedia de los pastos comunales se desarrolla de esta manera. Describe un pastizal absolutamente público. Es de esperarse que cada pastor trate de alimentar del pastizal común tanto ganado como sea posible. Tal arreglo puede funcionar de modo razonablemente satisfactorio por siglos siempre y cuando las guerras tribales, la caza furtiva y las enfermedades mantengan las poblaciones de los hombres y su ganado por debajo de la capacidad de sustento de la tierra. Por último, sin embargo, llega el día de ajuste de cuentas, esto es, el día en que se vuelve realidad la meta de la estabilidad social. En este punto, la lógica inherente a los pastizales comunes inexorablemente produce la tragedia.

Como ser racional, cada pastor persigue maximizar su ganancia. Explícita o implícitamente, más o menos conscientemente, se pregunta “¿Cuál es para mí la utilidad de agregar un animal más a mi rebaño?” Esta utilidad tiene un componente negativo y otro positivo.

  1. El componente positivo es una función del incremento de un animal. Como el pastor recibe todas las ganancias de la venta del animal añadido, la utilidad positiva se aproxima a +1.
  2. El componente negativo es una función de la disminución excesiva del pasto ocasionada por un animal más que de él se alimenta. Pero como los efectos del pastar excesivo los comparten todos los pastores, entonces la utilidad negativa para cualquier pastor que tome la decisión en particular es sólo una fracción de -1.

Sumando las utilidades parciales componentes, el pastor racional llega a la conclusión de que el único curso de acción inteligente para él es agregar un animal más a su rebaño. Y otro; y otro… Pero esta es la conclusión a la que llega cada uno de los pastores raciones que comparte el pastizal público. De ahí la tragedia. Cada hombre está encadenado a un sistema que lo obliga a incrementar sin límite su rebaño—en un mundo que es limitado, finito. Todos los hombres marchan hacia la ruina, pues cada uno de ellos persigue el beneficio máximo en una sociedad que cree en la libertad de los pastos comunales. La libertad prevaleciente en los pastizales comunales trae consigo la ruina de todos.

La solución que da Hardin a esta tragedia de los pastos comunales es la “coerción mutua”. Un llamado a la consciencia, razona, será completamente inútil. La coerción mutua puede ponerse en práctica, por así decirlo, cercando el pastizal público e instituyendo un sistema de propiedad privada que impondrá un sentido de responsabilidad entre los pastores en cuanto al número conveniente de cabezas de ganado que su tierra pueda sostener sin caer en el pastoreo destructivo. Como no pueden extralimitarse en la tierra que es propiedad de otros pastores, las consecuencias de tener rebaños demasiado grandes las sufrirán sólo ellos. Este conocimiento los disuadirá de inmediato de actuar irresponsablemente.

Aquí el problema es que Hardin obviamente está agarrando el rábano por las hojas. No es la “lógica inherente a los pastizales comunales” lo que “inexorablemente provoca la tragedia”. Los “pastizales comunales” simplemente constituyen el escenario en que se desarrolla la tragedia. No contienen en sí la causa de la propia tragedia—esto es, el pastar destructivo de rebaños desmedidamente grandes.

La causa está en otra parte: en el dinamismo de la competencia que impulsa a cada pastor a incrementar su número de cabezas de ganado más allá de la capacidad de sustento del pastizal, cuyo propio sustento depende del número de cabezas de ganado de que disponga. Si el ganado, igual que el terreno, hubiera sido propiedad comunal de los pastores, entonces habría sido posible tomar una decisión racional sobre el total de cabezas de ganado que mantener. En ese caso, el sustento de cada pastor habría dependido directamente de su bienestar colectivo, que a su vez se habría apoyado en una proporción óptima de cabezas de ganado a superficie de pastizal. Como fue, cada pastor se vio obligado a tomar la que era la única decisión racional que se le podía ocurrir en un marco de toma de decisiones irracional y entonces sobrevinieron las consecuencias trágicas. Adam Smith, en La riqueza de las naciones, dijo que el individuo que “busca sólo su propia ganancia” es “conducido por una mano invisible a fomentar el interés público”.

“De modo inverso”, dice Hardin, “la tragedia de los pastos comunales reaparece en los problemas de contaminación. Aquí no es asunto de tomar algo del pastizal público sino de poner algo en él”. Igual que en el caso del pastor, el dueño de una fábrica estará “circunscrito a un sistema” que asegurará que los pastizales comunales sean tratados como pozo negro en el cual se viertan los productos de desecho. El dueño verá que será redituable evitar los costos de hacer inocuos los contaminantes y optará por sencillamente arrojarlos al medio porque el ahorro que esto representa excede con mucho el costo ambiental que la fábrica ***tenga que soportar aunque otros lo soporten también***. En interés del yo racional demandará, por tanto, la contaminación.

Apegándonos a la sugerencia de Hardin, supongamos que los pastos comunales han sido cercados. En teoría, esto significaría que cualquiera podría impedir que su vecino contaminara su tierra del mismo modo que los pastores podrían impedir que el ganado del vecino se metiera en su tierra. Quienquiera que decidiera no purificar sus desechos contaminantes sería obligado a contenerlos dentro de su propia propiedad y soportar los costos implicados por tal contaminación. Pero lo que suena bien en la teoría resultará imposible de llevar a la práctica porque lo que queremos decir con los “pastos comunales” abarca no sólo la tierra sino el aire y el agua que nos rodean, y éstos, como Hardin admite, “no se pueden cercar”.

Con un ejemplo sencillo aclararemos el asunto. Supongamos que mi vecino decidió construir una fábrica junto al río y bombea hacia éste los efluentes contaminantes que resultan del funcionamiento de aquélla. Supongamos que me gusta pescar pero ahora que han muerto envenenados todos los peces ya no puedo practicar mi afición. ¿Qué puedo hacer entonces? Desde luego podría comprar el derecho de propiedad de esa porción del río que pasa por la parte trasera de mi casa pero mi vecino, que está aguas arriba con respecto a mí, podría hacer lo mismo y defender plausiblemente su derecho a usar su porción del río como le venga en gana. Claro está que las consecuencias de la decisión de mi vecino de ubicar su fábrica en su propiedad no necesitan confinarse a esto. Su impacto visual sobre el vecindario depreciaría el valor de las propiedades residenciales de la zona. El ruido constante dificultaría mi sueño. Los camiones en que estuviera llegando la materia prima para ser procesada podrían congestionar las carreteras haciendo de nuestros viajes al trabajo verdaderas odiseas.

Si yo le concediera a mi vecino el derecho absoluto a disponer de su propiedad como él lo prefiriera, sería contradictorio que me quejara de las consecuencias. Si, por otro lado, buscara yo restringir las formas en que mi vecino podría usar su propiedad, entonces estaría yo asegurando la necesidad de seguir usando los metafóricos “pastos comunales” como una entidad en uno u otro aspecto: la tranquilidad del barrio o el derecho a pescar en un río no contaminado. No podemos vivir dentro de un capullo. Aun el propio capitalismo, la forma de sociedad más competitiva y atomizada que ha llegado a existir, no puede permitirse hacer concesión alguna a este hecho sombrío.

Vemos esto en la forma en que el pensamiento consuetudinario ataca el problema de la contaminación. El propio Hardin señala que mientras que “nuestro particular concepto de propiedad privada nos disuade de agotar los recursos positivos de la tierra” en realidad “favorece la contaminación”. La solución que él y muchos otros sugieren es la intervención directa del estado que debe promulgar leyes para moderar los excesos de competencia cometidos por ciudadanos privados. Al parecer no bastará con la “coerción mutua”.

La debilidad de este enfoque es doble. No llega a la raíz del problema—en la ventaja competitiva que se gana reduciendo los costos al mínimo—, en este caso, los costos de purificar y eliminar los desechos contaminantes de un modo ecológicamente aceptable—cosa que no hacen las empresas capitalistas. Tontamente supone que el estado es una institución más o menos autónoma por encima de la sociedad y que hace leyes que protegen los intereses de la comunidad. Pero la verdad es que el estado es una institución de clase, financiada por los impuestos cobrados a las mismas empresas cuyas actividades se supone que regula. La legislación es asunto de equilibrar con precisión las pérdidas y las ganancias que acopian los capitalistas mismos. Un enfoque demasiado indulgente sería inaceptable políticamente y en exceso ruinoso para la salud de los obreros que crean los beneficios para los negocios que los emplean. Un enfoque demasiado punitivo, por otro lado, disminuiría los márgenes de ganancia e impulsaría la inversión en otras partes del mundo en donde la reglamentación fuera más laxa. Y todo el tiempo, la línea divisoria entre lo que es aceptable y lo que no lo es estará cambiando a tenor de los propios cambios del clima económico: cuanto más en apuros se encuentren los negocios, tanto más indulgentes se volverán las leyes.

Esto nos hace retornar a Richard Dawkins. ¿Cuál piensa él que es el camino hacia adelante? Los politólogos tienden a ver mucho la vida como un Dilema del Prisionero. Muchos argumentarían que por consiguiente necesitamos tener alguna autoridad que nos quite de las manos muchas decisiones más o menos a la manera como supuestamente el estado niega a la empresa capitalista la opción de arrojar sus desechos tóxicos al medio declarándola ilegal. Pero como hemos visto las cosas no ocurren de tal manera. El estado también se encuentra entrampado en el marco irracional que es la competencia capitalista.

Dawkins le concedería más importancia a la Ley de la selva que a la Ley del Estado como modelo para alentar el comportamiento colaborativo. Sugiriendo que tenemos mucho que aprender del mundo animal que nos rodea, da el ejemplo de las gaviotas que necesitan espulgarse a sí mismas para eliminar las garrapatas que las parasitan. Todo va bien hasta que necesitan espulgarse la cabeza, lo cual entonces requiere de la cooperación de otra gaviota. Las gaviotas que engañaran a otras gaviotas pronto empujarían a las tramposas a la extinción. Pero engañarse ellas mismas terminaría por acarrearles lo mismo que a las tramposas pues no quedarían gaviotas dispuestas a espulgarlas.

¿Qué implicaciones tiene esto para la sociedad? Dawkins argumenta que vemos pruebas de una represalia equivalente que se desarrolló en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Los soldados deliberadamente disparaban por encima de las cabezas de sus “enemigos” para indicarles su deseo de cooperar en minimizar el daño que mutuamente podían infligirse. Sus presuntos enemigos accederían disparando de la misma manera. A tal grado se extendió esta “enfermedad de la paz”, que a los dos años los generales se vieron forzados a reescribir completamente sus planes de batalla volviendo a las tácticas de sorpresa que sirvieron para destruir la confianza sobreentendida que se había formado entre ambos bandos.

Si bien las ideas que ofrece la teoría de juegos son valiosas, su posible aplicación a la clase de sociedad en que hoy vivimos—como los ejemplos anteriores esclarecen—es limitada. Vivimos en un mundo en que los medios de vida están monopolizados por una ínfima minoría. Del mismo modo que la estructura jerárquica de un ejército confiere a un general el poder de mandar a sus tropas, así también la sociedad capitalista sólo puede funcionar para favorecer los intereses de la minoría capitalista. Pero la gran mayoría de la población, la gente que trabaja, cuyos intereses son contrariados de continuo por los dictados del capital, no puede hacer mucho por compensar el equilibrio dentro de un sistema que nos exige prostituir nuestras capacidades de trabajo para la explotación capitalista.

La cooperación real sólo puede florecer sobre los cimientos de la igualdad social. Hasta entonces, al menos para la gran mayoría, seguimos siendo ingenuos con buenas razones para abrigar resentimientos.